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Crimen de Alcàsser: la historia de Míriam, Toñi y Desirée y el caso que cambió a España para siempre
Alcàsser, un pueblo valenciano de calles conocidas y saludos repetidos, quedó marcado por una ausencia que todavía se siente como un hueco en el aire. Hay lugares donde el tiempo avanza, pero ciertas fechas se quedan quietas, como si la memoria tuviera un ancla. En esta historia, ese ancla es noviembre de 1992 y el nombre de tres adolescentes que nunca debieron convertirse en símbolo: Míriam García Iborra, Antonia “Toñi” Gómez Rodríguez y María Deseada “Desirée” Hernández Folch.
Eran amigas, vecinas, niñas con planes simples, de esos que parecen indestructibles cuando se tiene 14 o 15 años: salir un rato, reunirse con gente del instituto, volver a casa con la noche todavía joven. Alcàsser, como tantos pueblos, tenía esa confianza que se hereda sin pensarlo: “esto está cerca”, “no pasa nada”, “vamos y volvemos”. A veces la vida se rompe justamente ahí, en el punto exacto donde la seguridad parecía garantizada.
La noche del viernes 13 de noviembre de 1992, las tres salieron con la idea de ir a una fiesta en la discoteca Coolor, en las afueras de Picassent. Como no tenían transporte, tomaron una decisión que entonces era frecuente en muchos entornos: intentar llegar haciendo autostop por una carretera corta entre municipios. Fue el tipo de elección que miles de jóvenes habían hecho antes sin consecuencias… hasta que esa noche el camino no las devolvió.

La alarma no tardó en encenderse. Familias, amistades y vecinos se movieron con esa mezcla de miedo y negación que aparece cuando alguien no vuelve: primero la idea de que “se han entretenido”, luego el nudo en la garganta, después la certeza de que algo no encaja. Se iniciaron búsquedas, llamadas, patrullas, carteles; el pueblo se convirtió en un latido colectivo, mirando cunetas, caminos y puertas como si la esperanza pudiera encontrarse detrás de cualquier sombra.
Durante 75 días, España entera acompañó la desaparición con una intensidad que, con el tiempo, sería recordada como un punto de quiebre en la forma de contar sucesos. La cobertura mediática creció hasta desbordar límites, con cámaras en el dolor y micrófonos en las lágrimas, mientras la presión por “novedades” alimentaba rumores y versiones sin descanso. Aquel seguimiento dejó una huella doble: por un lado, la movilización; por otro, una lección amarga sobre lo que ocurre cuando el duelo se convierte en espectáculo.
En ese tramo, la incertidumbre hizo su trabajo más cruel: desgastar. Cada supuesta pista levantaba el ánimo y lo aplastaba después, cada llamada anónima abría una puerta que se cerraba en la cara, cada día añadido era una pregunta sin respuesta. Para las familias, el mundo se redujo a una espera constante; para el pueblo, la noche dejó de ser solo noche. Cuando una desaparición se prolonga, la imaginación se vuelve un enemigo: crea escenarios que nadie merece atravesar.
El 27 de enero de 1993, el caso cambió para siempre. Dos apicultores hallaron los cuerpos semienterrados en una fosa en el barranco de La Romana, en el término de Tous, cerca del pantano. La noticia cayó como un golpe seco en Alcàsser y en toda España: no era un regreso, era un final irreversible. Desde ese momento, ya no se buscaba “dónde están”, sino “qué ocurrió” y “quién lo hizo”.
La investigación señaló una secuencia de extrema violencia y estableció como figuras clave a Antonio Anglés y Miguel Ricart. Ricart fue detenido y sus declaraciones variaron con el tiempo, mientras la instrucción intentaba encajar testimonios, evidencias y cronologías. La verdad judicial avanzó con el peso de un caso bajo focos, con la presión pública empujando y, a la vez, contaminando el ambiente: demasiadas voces hablando a la vez pueden hacer más difícil escuchar lo esencial.
Antonio Anglés, señalado como principal sospechoso, logró escapar y desde entonces su rastro se convirtió en uno de los grandes fantasmas criminales de España. Con el paso de los años, se mantuvo la idea de que fue visto por última vez en un barco —el City of Plymouth— en una huida que termina envuelta en incógnitas, y periódicamente resurgen testimonios y reconstrucciones sobre aquel último tramo. A día de hoy, sigue en búsqueda y captura, y su figura se mantiene como una pregunta abierta en la memoria colectiva.
El juicio principal se celebró en 1997 en la Audiencia Provincial de Valencia con Miguel Ricart como único acusado en el banquillo, mientras Anglés permanecía fugado. La sentencia, dictada el 5 de septiembre de 1997, lo condenó a 170 años de prisión por los delitos entonces aplicables, aunque bajo el Código Penal de 1973 existía un máximo efectivo de cumplimiento de 30 años. Para muchas personas, esa cifra resumía una frustración: cómo se mide una pérdida irreparable con números que nunca parecen suficientes.
Con los años, el caso siguió influyendo en debates sobre investigación, justicia y tratamiento mediático. También alimentó teorías alternativas que, aunque persistentes en ciertos espacios, no cambiaron el hecho central de la causa: había una sentencia firme contra Ricart y un prófugo cuya responsabilidad penal seguía viva. En 2013, la Fiscalía y los juzgados abordaron explícitamente la cuestión de la prescripción respecto a Anglés, y se sostuvo que su responsabilidad no se había extinguido, manteniendo el caso abierto en lo relativo a su búsqueda.
El 29 de noviembre de 2013, la Audiencia Provincial de Valencia acordó la puesta en libertad de Ricart al considerar cumplidas sus penas, tras el final de la aplicación retroactiva de la llamada “doctrina Parot”. Años después, el Tribunal Supremo desestimó los recursos contra su excarcelación, confirmando que debía permanecer en libertad en ese marco. Para las familias, fue otro golpe: comprobar que incluso cuando hay condena, el tiempo judicial y el tiempo del duelo nunca caminan al mismo ritmo.
La vida posterior de Ricart volvió a saltar a titulares en diciembre de 2022, cuando fue detenido en Barcelona en relación con un narcopiso, un episodio que reabrió conversaciones sobre reinserción, vigilancia y cómo algunos nombres quedan atados a su pasado para siempre. Aquella detención no reescribió lo ocurrido en 1992, pero recordó algo incómodo: hay casos que no se cierran socialmente aunque se cierren en un juzgado, porque dejaron demasiado daño alrededor.
Mientras tanto, la búsqueda de Antonio Anglés continúa siendo la pieza que mantiene el expediente con una puerta entreabierta. Diferentes informaciones sitúan la prescripción del caso en diciembre de 2029, y periódicamente aparecen peticiones para revisar pruebas con técnicas forenses actuales, además de recordatorios institucionales de que la responsabilidad penal sigue vigente mientras no se acredite lo contrario. Cada nuevo intento de revisión no es un “giro de guion”: es la necesidad humana de que la verdad quede lo más completa posible.
Y en el centro, por encima de nombres y expedientes, siguen estando ellas: Míriam, Toñi y Desirée, y las familias que tuvieron que aprender a respirar con una ausencia permanente. El crimen de Alcàsser cambió conversaciones sobre seguridad, sobre cómo se protege a la infancia y sobre cómo se acompaña a quienes buscan a un ser querido. También dejó una enseñanza que nadie debería necesitar aprender así: la confianza comunitaria es valiosa, pero no basta cuando el peligro se disfraza de normalidad.
Si esta historia se mira con la intención de cuidar vidas, lo que queda es reforzar señales de alerta y recursos reales: enseñar rutas seguras, acordar puntos de encuentro, evitar desplazamientos a solas de noche, y fomentar que niñas y adolescentes cuenten cualquier situación que les incomode sin miedo a ser juzgadas. En España, ante una desaparición de menores, cada minuto cuenta: el 112 es la vía inmediata, el 116 000 (Fundación ANAR) orienta y coordina apoyo en casos de menores desaparecidos, y el 116 111 ofrece ayuda a infancia y adolescencia; para violencia contra las mujeres (incluida la violencia sexual), el 016 atiende 24/7.