Los Hombres que le chupan la ✓å&îńå a su Mujer son más…Ver más

“Está demasiado grande…nomás siéntate encima”dijo el apache gigante con toda la calma justo antes…
Donde el Desierto Une Dos Mundos
El año era 1887 y el sol quemaba como demonio sobre el territorio de Sonora. El rancho La Esperanza, a tres días de cabalgata de Hermosillo, se extendía entre los ocotillos y las piedras calcinadas, donde el horizonte parecía una promesa de fuego. Allí acababa de llegar la nueva institutriz de los hijos del patrón don Anselmo Rivas, una muchacha de ojos verdes y piel de leche llamada Catalina Odonel. Hija de un irlandés muerto en la guerra de Reforma y de una madre sonorense que ya tampoco vivía, Catalina tenía 22 años, viuda de promesas rotas y con la boca llena de orgullo. Había jurado que jamás se doblegaría ante hombre alguno. Pero el desierto tiene sus propias leyes.
El tercer día de su llegada estalló la tragedia. Una partida de apaches renegados, separados de la reserva de San Carlos, bajó de la sierra como tormenta de polvo y gritos. Quemaron la capilla, destruyeron corrales y se llevaron cuanto caballo valía la pena. Don Anselmo y sus hijos escaparon hacia Guaymas en la carroza blindada, pero Catalina, que se había quedado recogiendo sus pocas pertenencias, no alcanzó a subir. La última imagen que vio fue la puerta de la carroza cerrándose mientras los cascos de los mustangs retumbaban como tambores de guerra.
Cuando el polvo se asentó, ella estaba sola en el corral, con el vestido desgarrado por las astillas y el corazón latiendo tan fuerte que casi no oyó la voz grave a su espalda.
—No te muevas, mujer blanca.
Catalina giró despacio. Frente a ella estaba el hombre más grande que había visto en su vida. Medía casi siete pies, ancho como dos puertas, con el torso cubierto de antiguas marcas de batalla y pintura ceremonial negra y roja. En la cabeza llevaba una sola pluma de águila sujeta por una cinta de cuero. Sus ojos eran dos carbones encendidos.
En la mano derecha sostenía un rifle Winchester que parecía de juguete entre sus dedos. Se llamaba Kaita, el que camina como oso, jefe de aquella partida. Los otros apaches lo miraban con respeto mudo. Nadie hablaba español como él. Lo había aprendido de comerciantes, viajeros y viejos relatos.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó Catalina, alzando la barbilla aunque le temblaban las rodillas.
Kaita la observó un largo rato. El viento levantaba el cabello negro y largo del apache y hacía ondear el vestido roto de la muchacha.
—Primero vivirás —dijo—. Después, ya veremos.
La ataron con una cuerda suave de maguey y la subieron a un caballo. Catalina cabalgó todo el día entre los guerreros, sintiendo el calor del sol en la nuca y la mirada del gigante clavada en su espalda.
Al anochecer llegaron al campamento escondido en las entrañas de la sierra del Pinacate, un cañón donde el agua brotaba de la roca y los mesquites crecían retorcidos como almas en pena. Allí la bajaron del caballo. Las mujeres apaches la miraron con curiosidad y recelo. Los niños se acercaron a tocarle el pelo rojo como si fuera fuego. Kaita la llevó hasta una choza de ocotillo y pieles.
—Esta noche duermes aquí —dijo—. Mañana veremos cuál es tu rumbo.
—¿Y qué pasa si no coopero? —preguntó ella con voz tensa.
El apache sonrió por primera vez. Tenía los dientes blancos y fuertes.
—Entonces tendré que hablar más contigo hasta que entiendas.
La puerta de la choza se cerró. Catalina se quedó sola con el corazón latiendo como tambor de guerra. Los días se volvieron semanas. La trataban como prisionera, pero no la maltrataban. Le daban frijoles, carne de venado y agua fresca. Las mujeres le enseñaron a moler maíz en metate y a hacer tortillas. Catalina aprendió rápido. Su orgullo no le permitía ser inútil.
Kaita la observaba desde lejos, sin hablar mucho. Solo a veces, al caer la tarde, se sentaba frente a la choza y afilaba su cuchillo mientras ella cocía o lavaba. Una noche de luna llena, el campamento celebró una cacería exitosa. Hubo danza, tambores y tepache fermentado.
Catalina, sentada aparte, miraba el fuego. Kaita se acercó con dos cuencos de barro.
—Bebe —ordenó suavemente.
—¿Qué es?
—Algo que te hará descansar. Has trabajado mucho.
Ella bebió. El tepache era dulce y fuerte. Pronto el mundo empezó a girar despacio. Kaita la tomó del brazo con respeto y la llevó fuera del círculo de luz hasta un claro entre los mezquites donde la luna bañaba todo de plata.
—Aquí nadie nos molesta —dijo.
Catalina sintió un nudo de nervios, aunque también una extraña tranquilidad.
—¿Qué quieres de mí, Apache?
El gigante se sentó en el suelo cruzando las piernas. Incluso sentado parecía una montaña.
—Quiero que elijas —respondió—. ¿Puedes seguir siendo una extraña en este lugar o puedes aprender quién eres de verdad?
Ella soltó una risa amarga.
—¿Y qué eres tú, además de un guerrero que lucha por lo suyo?
Kaita no se ofendió, se quitó la cinta de la frente y dejó que su cabello cayera como cascada negra.
—Soy un hombre que ha visto a su gente perder tierras, familia y esperanza, pero también soy un hombre que cree que aún hay caminos nuevos para quienes desean encontrarlos.
Catalina tragó saliva. El tepache le calentaba las venas.
—¿Qué clase de camino?
—Un camino donde no eres prisionera, sino parte de algo mayor.
Se quedaron en silencio. El viento movía las ramas.
De pronto, Kaita se puso de pie. Era una montaña humana. Se sacudió el polvo del taparrabo ceremonial y se cubrió mejor, como muestra de respeto hacia ella.
—Nunca te haré daño —dijo con esa voz profunda que parecía salir de la tierra misma—. Lo que decidas, lo decido contigo.
Catalina sintió que el mundo se inclinaba. El tepache, el miedo, la gratitud, todo se mezcló. Dio un paso adelante, luego otro. Kaita no se movió. Ella se arrodilló despacio frente a él, no como sumisión, sino como gesto de paz. Colocó una mano en el suelo, otra sobre su pecho y él hizo lo mismo. Era un saludo apache, una promesa silenciosa.
—Quiero aprender —susurró ella.
Kaita asintió con el rostro iluminado por la luna.
—Entonces, desde hoy no eres prisionera. Eres invitada, eres aprendiz, eres parte del círculo.
Desde esa noche nada fue igual. Catalina ya no era prisionera, dormía en la choza de Kaita, pero en un espacio separado por respeto a su honor. Aprendió a cabalgar como apache, a disparar el Winchester, a hablar algunas palabras en D.
Las mujeres del campamento dejaron de mirarla con desprecio y empezaron a pedirle que les trenzara el pelo como las mujeres blancas guapas. Kaita, por su parte, dejó de hablar con dureza. Sus hombres notaron el cambio y no dijeron nada. Un jefe tranquilo es un jefe más sabio.
Pero el mundo exterior no olvida. Una mañana de octubre llegaron los rurales mexicanos. Habían seguido el rastro de los renegados durante meses. Eran cuarenta hombres bien armados con un capitán fanfarrón que prometió arrestar al indio gigante y devolver a la señorita blanca a la civilización.
El combate fue intenso, aunque sin detalles sangrientos. Los apaches peleaban desde las rocas con estrategia y astucia. Catalina, con un rifle en la mano y el cabello suelto, disparaba al lado de Kaita, pero tratando siempre de no herir gravemente a nadie. Una bala rozó el hombro del gigante, otra atravesó el vestido de Catalina sin alcanzarla.
Cuando parecía que todo estaba perdido, Kaita cargó solo contra los rurales, obligándolos a retroceder y finalmente abandonar el ataque. Esa noche, mientras ella le envolvía el hombro con tiras de tela limpia, Kaita habló por primera vez de futuro.
—No podemos quedarnos aquí. Vendrán más, muchos más.
—¿A dónde iremos? —preguntó Catalina, apoyando la cabeza en su pecho con confianza.
—Al norte. Cruzaremos el gran río. Allá todavía hay tierra para los de y para la nueva vida que queremos construir.
Ella alzó la mirada sorprendida.
—¿Una nueva vida?
Kaita puso su manaza sobre la mano de Catalina.
—Los espíritus ya hablaron. Dicen que unir caminos trae paz.
Meses después, en un valle escondido de Arizona, la comunidad apache y la joven institutriz construyeron un pequeño asentamiento donde ambos pueblos podían convivir. Catalina se convirtió en maestra para los niños, enseñando a leer y escribir en español e inglés, pero también aprendiendo la lengua apache, los cantos y las historias de la tierra.
Kaita, por su parte, se volvió un líder respetado por su templanza. Enseñaba a los jóvenes a cazar, a rastrear, pero también a negociar con los colonos y mantener la paz. Catalina y Kaita compartían noches bajo las estrellas, hablando de mundos pasados y futuros, de la promesa de construir algo nuevo.
Con el tiempo nació un niño de ojos verdes y piel cobriza. Lo llamaron Akai, el que une dos mundos. El niño creció corriendo entre los mezquites y los libros, aprendiendo tanto a disparar un arco como a recitar versos de Shakespeare. Catalina veía en él la síntesis de todo lo que había aprendido: la fortaleza de los apaches, la curiosidad de los irlandeses y la esperanza de los sonorenses.
Pero la vida en la frontera seguía siendo dura. Los colonos recelaban de los apaches, los apaches desconfiaban de los colonos. Catalina se convirtió en puente, mediando en disputas, enseñando a los niños de ambos lados que la tierra podía compartirse, que la historia podía cambiarse. Kaita la apoyaba, aunque a veces dudaba de que el mundo estuviera listo para tanto cambio.
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Un día, mientras enseñaba a los niños a leer bajo la sombra de un gran mezquite, Catalina vio llegar a un grupo de colonos. Eran hombres recios, con sombreros polvorientos y rifles al hombro. Buscaban negociar el acceso al agua del arroyo que cruzaba el asentamiento. Catalina los recibió con cortesía, ofreciendo agua y pan de maíz. Kaita observaba desde lejos, su presencia imponente pero tranquila.
—No buscamos guerra —dijo el líder de los colonos—, solo queremos vivir en paz.
Catalina tradujo sus palabras al apache. Los ancianos debatieron largo rato. Al final, se acordó compartir el agua a cambio de respeto por las tierras sagradas. Fue la primera vez que ambos pueblos firmaron un acuerdo sin sangre.
La noticia se extendió por la región. Pronto llegaron más familias, tanto apaches como colonos, buscando refugio en el valle donde una mujer blanca y un jefe apache habían construido algo diferente. El asentamiento creció, con casas de adobe y chozas de piel, con escuelas y campos de cultivo.
Akai creció entre dos lenguas, dos historias, dos mundos. Catalina le enseñó a leer cartas de su abuelo irlandés, Kaita le enseñó a escuchar el viento y a respetar los espíritus de la montaña. El niño se volvió símbolo de unión, y pronto otros niños mestizos poblaron el valle.
Pero la paz era frágil. Un invierno, una banda de forajidos intentó saquear el asentamiento. Catalina organizó a las mujeres y los niños para refugiarse, mientras Kaita y los hombres defendían el perímetro. La batalla fue breve pero dura. Al final, los forajidos huyeron, dejando atrás solo miedo y heridas.
Esa noche, Catalina curó a los heridos, cantó canciones en inglés y en apache, y rezó por los caídos. Kaita la tomó de la mano, agradecido por su coraje.
—Eres más fuerte que muchos guerreros —dijo.
—Solo soy una mujer que aprendió a no rendirse —respondió Catalina.
Los años pasaron. El asentamiento se consolidó. Catalina y Kaita se convirtieron en leyenda local, la irlandesa sonorense y el gigante apache que enseñaron a todos que la paz también puede ser una forma de valentía.
Akai, el hijo de dos mundos, se convirtió en líder. Hablaba tres lenguas, negociaba con gobernadores y jefes, y nunca olvidaba las lecciones de sus padres: respeto, coraje y la importancia de elegir el propio camino.
Catalina envejeció rodeada de niños, libros y canciones. Kaita, aunque su cuerpo se volvió más lento, nunca perdió la mirada de fuego. Juntos, veían cada atardecer sobre el valle, recordando el día en que el desierto los unió.
Un día, mientras Akai partía hacia la capital para representar a su pueblo, Catalina y Kaita se sentaron bajo el gran mezquite. Ella apoyó la cabeza en su hombro, y él le pasó el brazo por encima.
—¿Recuerdas el día que llegaste al corral? —preguntó Kaita.
—Recuerdo que pensé que el mundo se había acabado. Pero empezó de nuevo.
—El desierto tiene sus propias leyes —dijo Kaita—. Pero a veces, también tiene milagros.
Catalina sonrió. Habían superado miedo, guerra, soledad y prejuicio. Habían construido una familia, una comunidad, una esperanza.
Y así, lo que empezó con miedo y cautiverio terminó convirtiéndose en una historia de respeto, unión y aprendizaje. La historia de la irlandesa sonorense que encontró su lugar en medio del desierto y del gigante apache, que descubrió que la paz también puede ser una forma de valentía.
El viento del Pinacate seguía soplando, llevando consigo las historias de dos mundos que, por fin, aprendieron a convivir.