
EN PLENO ENTIERRO OCURRE ESTO…
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El sol caía pesado sobre la tierra recién removida. El aire estaba denso, cargado de polvo, sudor y un silencio extraño que solo se rompe en los entierros, cuando nadie sabe exactamente qué decir y todos hablan bajito, como si la muerte pudiera escuchar. El hoyo ya estaba abierto. La tierra, apilada a un lado, parecía una herida más grande que cualquier palabra.
La gente se había reunido desde temprano. Hombres con sombreros gastados, mujeres con los ojos rojos de tanto llorar, niños que no entendían del todo por qué los adultos estaban tan serios. Algunos rezaban en voz baja, otros solo miraban al suelo. Era un entierro sencillo, de esos donde no sobra nada, ni siquiera consuelo.
El ataúd estaba a punto de bajar.
En ese momento, nadie imaginaba que algo estaba a punto de romper no solo la ceremonia, sino también la calma frágil que todos fingían tener.
Un hombre dio la señal para comenzar. Varias manos se acercaron, sujetaron las cuerdas con cuidado. El chirrido de la madera contra la tierra resonó fuerte, demasiado fuerte. Algunos desviaron la mirada. Otros apretaron los labios para no llorar. Era el último adiós.
Entonces ocurrió.
Primero fue un sonido raro. Un golpe sordo, ahogado, como si viniera desde abajo. Algunos pensaron que era solo la madera acomodándose. Pero el sonido volvió. Más fuerte. Más claro. Demasiado humano.
—¿Escucharon eso? —murmuró alguien.
Las cuerdas se tensaron. Las manos se quedaron quietas. El silencio cayó de golpe, pesado, incómodo. Un par de hombres se miraron entre sí, confundidos. El sacerdote dejó de hablar. Las oraciones se cortaron en seco.
Otro golpe.
El murmullo se convirtió en gritos. Alguien retrocedió con los ojos abiertos de par en par. Una mujer se llevó las manos al pecho. El miedo se esparció más rápido que cualquier rumor.