Cada tarde, al salir de la secundaria, Tomás caminaba por las calles empedradas con su mochila colgando de un solo hombro y una flor silvestre cuidadosamente protegida entre sus dedos. No importaba si llovía, si el viento le azotaba el rostro o si el calor hacía insoportable el trayecto: ese era su ritual, inquebrantable, casi sagrado.
La flor que nunca se marchitó Las calles de San Miguel siempre olían a pan caliente y a tierra mojada después de la lluvia. Era un pueblo pequeño, donde todos se conocían y los secretos corrían más rápido que el viento. Entre esas calles, un niño de apenas doce años caminaba cada tarde, con la … Read more