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Ese carro estaba parado en plena calle, pero cuando fueron a revisar se toparon…Ver más

Ese carro estaba parado en plena calle, pero cuando fueron a revisar se toparon…Ver más

 

 

¡PÁRENLE A SUS RELOJES Y AGÁRRENSE DEL ASIENTO! PORQUE LO QUE ESTAMOS A PUNTO DE CONTARLES NO ES UNA PELÍCULA DE TERROR, ES LA PURA Y CRUDA REALIDAD DE NUESTRAS CALLES. UNA HISTORIA QUE EMPEZÓ CON UN CLAXONAZO Y TERMINÓ CON EL ALMA DE TODA UNA COLONIA PENDIENTE DE UN HILO.

TÍTULO: EL MISTERIO DEL MERCEDES NEGRO: EL AUTO FANTASMA QUE PARALIZÓ IZTAPALAPA Y EL MACABRO ALTAR QUE ESCONDÍA EN SU INTERIOR.

SUBTÍTULO: Parecía un simple caso de un “junior” pasado de copas estorbando el tráfico en plena hora pico. Pero cuando la policía logró abrir esa puerta blindada, el silencio que se hizo fue más fuerte que cualquier sirena. No había un borracho, ni un muerto común. Había una escena sacada del mismísimo infierno que tiene a las autoridades rascándose la cabeza y a los vecinos rezando el rosario.

POR: “EL TUNDEMÁQUINAS” RAMÍREZ / CRÓNICA ROJA CDMX

CIUDAD DE MÉXICO, 24 de Octubre.— ¡Ay, nanita! Si usted, amable lector, pensaba que ya lo había visto todo en este zoológico de asfalto que llamamos CDMX, prepárese para que se le caiga la quijada al suelo. Porque la historia que le traemos hoy, calientita y recién salida del horno del horror urbano, supera cualquier ficción.

Todo comenzó como comienzan las peores tragedias en esta ciudad: con un tráfico del demonio. Eran eso de las 6:30 de la tarde sobre la calzada Ermita Iztapalapa, justo en ese punto donde el sol pega de frente y la paciencia de los chilangos se evapora más rápido que el agua en el pavimento caliente. La “hora pico” estaba en su máximo apogeo, ese momento del día donde el claxon es el idioma oficial y las mentadas de madre vuelan como mariposas tóxicas.

En medio de ese mar de microbuses asesinos, taxis despintados y godinez desesperados por llegar a casa, un vehículo destacaba como una joya en un basurero: un Mercedes-Benz Clase S, negro mate, impecable, sin placas, con los vidrios polarizados al máximo nivel de “no me mires”.

Y ahí estaba el problema. El lujoso carro estaba parado. Completamente estático. En el carril de alta. Con el motor encendido, pero sin avanzar un centímetro, mientras el semáforo cambiaba de verde a rojo una y otra vez.

EL CAOS INICIAL: ENTRE MENTADAS Y SOSPECHAS

Al principio, la raza pensó lo de siempre. “¡Seguro es un influyente que se quedó dormido de la peda!”, gritaba un taxista sudoroso, golpeando el volante. “¡Muévete, estorbo!”, le coreaban desde un camión de ruta. Los claxonazos eran una sinfonía de odio. Pero el Mercedes ni se inmutaba. Era una tumba de lujo sobre ruedas.

Diez minutos pasaron. La fila de carros ya llegaba hasta el Cerro de la Estrella. La gente, que en esta ciudad pasa de la furia a la curiosidad morbosa en segundos, empezó a bajarse de sus unidades. Se acercaban con cautela. ¿Un infarto? ¿Un ajuste de cuentas en pleno tránsito? Nadie se atrevía a tocar el vidrio. La vibra que emanaba ese carro era pesada, densa, como si trajera una nube negra encima.

Fue entonces que llegaron los “azules”. La patrulla MX-455 de la Secretaría de Seguridad Ciudadana se abrió paso a sirena abierta. Dos oficiales bajaron, mano en la pistolera, con esa mezcla de prepotencia y miedo que caracteriza a la tira cuando no sabe a qué se enfrenta.

LA APROXIMACIÓN: EL OLOR DEL MIEDO

El oficial Rogelio “El Gato” Hernández, un veterano con más callo que alma, fue el primero en acercarse a la ventanilla del conductor. Golpeó el vidrio con su macana.

—¡Toc, toc! ¡Oficial de policía! ¡Baje la ventana o abrimos a la fuerza!

Nada. Silencio sepulcral adentro de la nave.

“El Gato” pegó la cara al vidrio polarizado, intentando ver algo. Lo que vio lo hizo retroceder dos pasos, pálido como la cera.

—¡Pareja, pide refuerzos! ¡Y pide a los peritos de una vez! Esto no es un borracho. Esto está muy cabrón. —le gritó a su compañero.

El conductor estaba ahí. Un hombre de unos 50 años, traje italiano que cuesta lo que usted gana en un año, cabeza recargada en el volante. No se movía. Pero no fue solo eso lo que espantó al oficial. Fue lo que alcanzó a vislumbrar en el asiento del copiloto y en la parte trasera.

Ante la falta de respuesta y el peligro inminente, decidieron no esperar. Con una barreta, forzaron la puerta del conductor. El seguro botó con un chasquido seco que sonó como un disparo en medio del silencio expectante de los mirones.

Y entonces, la puerta se abrió. Y el infierno se desató.

LA REVELACIÓN DANTESCA: NO ERA UN CRIMEN COMÚN

El olor fue lo primero que golpeó a los oficiales. No era el olor dulce y metálico de la muerte reciente. No. Era una mezcla extraña, penetrante, casi mareadora. Olía a incienso de copal quemado, a cera de vela derretida, a flores de cempasúchil marchitas y a algo más… algo químico, como formol.

El conductor estaba muerto. Eso era evidente. Un solo orificio de entrada en la sien derecha, limpio, profesional. El arma, una escuadra calibre .38 con cachas de oro y San Judas Tadeo grabado, descansaba en su regazo.

Pero el verdadero horror, mis valedores, lo que hizo que hasta el reportero de nota roja más curtido vomitara el desayuno, no era el difunto.

El verdadero horror estaba en el resto del carro.

El Mercedes no era un vehículo de transporte; era un santuario rodante de la demencia.

En el asiento del copiloto, sentado con el cinturón de seguridad puesto, había un maniquí de tamaño real. Pero no cualquier maniquí. Estaba vestido con un vestido de novia antiguo, amarillento por el tiempo, de encaje fino. La cara del maniquí estaba cubierta con una foto tamaño carta, pegada con cinta adhesiva: el rostro de una mujer joven, hermosísima, sonriendo, con una fecha escrita con plumón rojo debajo: “14 de Febrero de 1998 – TE ESPERÉ 25 AÑOS”.

EL ASIENTO TRASERO: EL ALTAR DE LAS ALMAS PERDIDAS

Si el copiloto era bizarro, la parte trasera era una pesadilla. Los asientos de piel estaban cubiertos con una tela de terciopelo negro. Sobre ella, un despliegue alucinante de objetos que contaban una historia de obsesión y locura.

Había decenas de zapatitos de bebé, bronceados, alineados perfectamente. En medio, una pequeña urna funeraria de mármol blanco, sin nombre, solo con un signo de interrogación grabado. Alrededor de la urna, estaban esparcidas cartas, cientos de ellas, escritas a mano con letra temblorosa y frenética.

El oficial Hernández, conteniendo las náuseas, tomó una de las cartas con la punta de sus dedos enguantados. Leyó en voz alta para que quedara registro en la cámara de solapa:

“…Ya casi estamos juntos, mi amor. El pacto está completo. Les entregué todo lo que pidieron. La sangre del traidor ya regó el pavimento. Ahora te toca a ti cumplir. Devuélveme a mi familia. El carro está listo para el viaje final. No tardes. La luz roja del semáforo es la señal…”

En el piso del auto, entre botellas vacías de tequila caro y envoltorios de comida rápida que indicaban que el hombre había vivido dentro de ese coche por días, había un mapa de la Ciudad de México. Un círculo rojo marcaba el lugar exacto donde estaban parados: Ermita Iztapalapa. Y una nota al margen: “AQUÍ EMPEZÓ TODO. AQUÍ TERMINA”.

LA IDENTIDAD DEL DIFUNTO: EL GIRO INESPERADO

Mientras los peritos trabajaban en la escena, blindando el área de los celulares de los curiosos que transmitían en vivo para TikTok, la identidad del hombre del traje salió a la luz gracias a una credencial de elector encontrada en su saco.

El murmullo de incredulidad corrió entre los policías. El hombre muerto al volante era Don Augusto “El Arquitecto” Mondragón. Un magnate de la construcción inmobiliaria que había desaparecido de la faz de la tierra hacía una semana, justo un día antes de que la Fiscalía librara una orden de aprehensión en su contra por un fraude millonario relacionado con edificios mal construidos que se cayeron en el último sismo.

Pero la historia oficial no cuadraba con lo que había dentro del carro.

Los vecinos más viejos de la zona, esos que tienen memoria de elefante, empezaron a atar cabos. “¡Yo me acuerdo!”, dijo Doña Lucha, la de los tamales. “Hace como 25 años, justo en esta esquina, hubo un accidente horrible. Un camión de volteo se llevó un carro chiquito donde iba una muchacha vestida de novia que iba a su boda. Se mató ella y dicen que estaba embarazada. El novio era un muchacho rico que se volvió loco de dolor”.

El rompecabezas empezaba a armarse, y la imagen era aterradora. Augusto Mondragón, el hombre que había construido imperios sobre la corrupción, nunca superó la pérdida de su prometida en esa misma esquina, un cuarto de siglo atrás.

Al parecer, la culpa y la locura lo llevaron a buscar “soluciones” más allá de lo terrenal. Las cartas sugerían pactos oscuros, brujería de alto nivel y sacrificios para intentar traer de vuelta lo que la muerte se había llevado. El fraude millonario, la huida, todo parecía ser parte de un plan desesperado para financiar un ritual final que culminó con su propio suicidio en el lugar exacto de su tragedia personal.

EL MISTERIO CONTINÚA: ¿QUÉ SIGUE AHORA?

El Mercedes negro fue remolcado con todo y su carga macabra directo a los laboratorios forenses. La Fiscalía está muda. Nadie quiere hablar de las cartas, de la urna con el signo de interrogación, ni del maniquí vestido de novia.

La ciudad recuperó su ritmo caótico, pero el miedo se quedó flotando en el aire de Iztapalapa. Los conductores que pasan ahora por esa esquina lo hacen persignándose, mirando de reojo el punto exacto donde el carro estuvo parado.

¿Qué fuerzas invocó “El Arquitecto” antes de jalar el gatillo? ¿Qué contenía realmente esa urna pequeña? ¿Y qué significaba la frase “La sangre del traidor ya regó el pavimento”?

Ese carro estaba parado en plena calle, amigos lectores, como una simple molestia de tráfico. Pero cuando fueron a revisar, se toparon con la prueba viviente de que en esta ciudad, los fantasmas del pasado no solo existen, sino que a veces manejan coches de lujo y montan altares a la desesperación en los semáforos en rojo.

Seguiremos informando… si es que el miedo nos lo permite. ¡Duerman con la luz prendida, raza!

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