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“No He Tenido Sexo en Seis Meses” — Dijo la Mujer Apache Gigante al Ranchero
1. El polvo y la llegada
El polvo de Parras, Coahuila, se levantaba como alma en pena sobre los campos resecos del rancho La Esperanza. Era agosto, y el sol quemaba hasta las sombras. Los hombres del rancho llevaban tres días sin hablarse. El patrón, don Crispín Saldívar, había muerto en una cantina durante una riña confusa que nadie entendió. Nadie sabía quién lo había provocado ni por qué, pero el silencio que siguió fue más espeso que la melaza.
En medio del corral, sentado sobre un tronco viejo, estaba el vaquero más callado del norte: Anselmo, apodado el Mudo Ruedas. Tenía 34 años, viudo desde los 27, con la cara curtida y un revólver Colt que parecía parte de su mano izquierda. Llevaba meses viviendo en absoluta calma, sin meterse con nadie y sin visitar pueblos cercanos, dedicado solo al trabajo del rancho y al silencio que lo acompañaba.
Esa tarde, cuando el calor parecía doblar el horizonte, llegó ella. El carretón traído desde Torreón crujió al detenerse frente a la hacienda. De la lona salió una mujer que hizo que todos los peones se santiguaran dos veces. Medía dos metros y siete centímetros, descalza, con brazos fuertes y piernas sólidas, la presencia imponente de alguien acostumbrada a los caminos largos. El pelo rojo cobrizo recogido en una trenza gruesa que le llegaba hasta la cintura. Vestía un vestido de manta cruda, corto y gastado, como si hubiera sobrevivido a más de un viaje difícil.
Se llamaba Brígida Ofarril, irlandesa por padre, tarahumara por madre. Tenía 29 años, huérfana de circo. La habían trasladado varias veces por distintos grupos de espectáculos ambulantes y en todas esas ocasiones logró irse por decisión propia. Los hermanos Malacara, que últimamente la mostraban como la giganta del desierto, contaban que era parte de su show, pero uno había aparecido malherido en el camino y el otro aseguraba que todo era culpa de ella, aunque nadie le creyó del todo.
Ahora estaba ahí, sentada contra la pared del corral, con las rodillas casi al pecho y una herida fea en la pierna izquierda.
2. El encuentro y la confesión
Anselmo la vio y sintió una mezcla extraña de preocupación y respeto. Se acercó con paso lento, como quien teme despertar a un animal sagrado.
—¿Quién te hirió, mujer? —preguntó con esa voz ronca que apenas usaba.
Brígida lo miró desde arriba, aunque estuviera sentada. Sus ojos eran verdes como el mezcal viejo.
—Un desalmado que intentó aprovecharse de mi camino —respondió sin adornos—, pero no pudo conmigo.
Luego añadió algo que sorprendió a todos por su sinceridad:
—Llevo meses sin poder descansar en paz. Solo quiero tranquilidad y un lugar donde nadie me moleste.
Anselmo tragó saliva tan fuerte que se oyó hasta el corral. Desde ese momento, algo cambió en el aire.
Los peones murmuraban que la giganta era bruja, que había sobrevivido a peligros que habrían tumbado a cualquier hombre, que si la mirabas mucho te intimidaba el alma. Anselmo no creía en brujas, pero sí en la fuerza que ella transmitía cuando pasaba.
Esa noche la llevó al cuarto de los aperos, el único lugar donde cabía su tamaño. Le curó la herida con aguardiente y trapos limpios. Ella no se quejó ni una vez.
Cuando terminó de vendarla, Brígida tomó la cara del vaquero con una mano enorme, aunque suave.
—¿Has vivido muchas cosas, verdad?
Él asintió apenas.
—Pues ahora estamos en un sitio donde quizá podamos empezar de cero —dijo ella con una risa que hizo temblar las vigas.
3. El telegrama y la decisión
Al segundo día, llegó un telegrama. El coronel Epifanio Garza, compadre del difunto don Crispín, venía con treinta hombres a tomar el rancho. Decía que el testamento era falso y que la tierra le pertenecía por deudas antiguas.
Los peones empezaron a desertar. Anselmo se quedó y Brígida también.
—¿Por qué no te vas? —le preguntó él.
—Porque tú no te vas —respondió ella—. Y porque no pienso dejar que un abuso más se quede sin respuesta.
Esa noche, mientras el rancho se vaciaba, Anselmo y Brígida compartieron pan y café en la cocina. El silencio era cómodo entre ellos. Ella le contó que había estado en circos, en ferias, en peleas clandestinas. Que la última vez que tuvo sexo fue seis meses antes, con un hombre que no supo respetarla y que terminó huyendo cuando ella se defendió.
—No he tenido sexo en seis meses —dijo, sin vergüenza—. Y no lo extraño. Lo que extraño es la paz.
Anselmo se limitó a mirarla. No era una confesión vulgar, sino la declaración de una mujer cansada de ser vista como espectáculo.
4. El cadáver y el baño
El tercer día, apareció el cadáver del capataz en el mesquite grande, víctima de un ataque que nadie supo explicar. El miedo se volvió espeso como melaza.
Esa misma tarde, Anselmo encontró a Brígida bañándose en el Hawai, el estanque natural del rancho. El agua le llegaba apenas a la cintura. Ella respiraba hondo, buscando paz. Él se quedó paralizado.
Ella no se alteró.
—¿Vas a quedarte ahí mirando o vienes a ayudarme a revisar la herida? —dijo con calma.
Anselmo entró al agua con ropa y todo. Le lavó la pierna con cuidado. Las manos le temblaban, no por nervios indebidos, sino por la responsabilidad de no lastimarla. Ella era fuerte, pero también humana, y en ese instante él lo entendió profundamente.
Entonces se oyó un disparo, un francotirador desde el cerro. La bala rozó la cabeza de Anselmo y se llevó medio sombrero. Corrieron hacia la hacienda.
El coronel Garza había llegado antes de tiempo.
5. La batalla
Cuarto día, la batalla. Treinta hombres contra dos. Parecía imposible, pero Brígida cargó un Winchester 1873 que en sus manos parecía ligero. Anselmo tomó su Colt y un rifle viejo. Pelearon desde las ventanas.
Brígida se movía con precisión, Anselmo con disciplina. Lograron hacer retroceder al grupo rival sin causar destrucción innecesaria.
Cuando quedaron solo diez enemigos, el coronel Garza gritó que se rendían, pero intentaron entrar por la fuerza. Anselmo cayó herido en el hombro.
Brígida lo cargó como si fuera niño y lo llevó al sótano. Ahí, entre sacos de maíz y olor a pólvora, ella le quitó la camisa para atenderlo. Le limpió la sangre con cuidado.
—Vas a estar bien —le dijo—. No dejaré que nada te pase.
Sus palabras lo aliviaron más que cualquier medicina.
6. La verdad y la carta
Quinto día, la revelación. El coronel Garza logró llegar al sótano con cinco hombres. Los encontró exhaustos, cubiertos de sudor y polvo.
Garza se rió.
—Así que la giganta y el mudo, curiosa pareja.
Pero Brígida, aún cansada, tomó una barra de hierro y se defendió. Anselmo, herido vivo, también se levantó para ayudar. En pocos minutos lograron neutralizar la amenaza sin permitir más derramamiento de sangre del necesario.
Entonces Garza, antes de ser reducido, soltó la bomba.
—El verdadero heredero del rancho no era Crispín, eras tú, Anselmo. Eres su hijo. Te dejó todo, por eso te querían fuera.
Anselmo se quedó helado. Brígida lo abrazó desde atrás, firme.
—Pues ahora el rancho es tuyo —dijo ella con serenidad—. Y aquí estarás a salvo.
Al sexto día, llegó una carta con sello de Monterrey. La firma: Sor María de los Ángeles Ofarril, hermana mayor de Brígida, monja de clausura. Decía que Brígida no era simplemente una viajera, sino una mujer que había sufrido un matrimonio forzado y que escapó para protegerse. Desde entonces la buscaban sin entender su historia.
Anselmo leyó la carta y no dijo nada. Brígida lo miró con esos ojos verdes llenos de tormenta.
—¿Me vas a entregar?
Él quemó la carta en la chimenea.
—Aquí no ha llegado ninguna carta.
Ella respiró hondo, lo abrazó. Ambos se quedaron en silencio, entendiendo que se tenían confianza.
7. El duelo final
Séptimo día, el duelo final. Los hermanos Malacara no estaban muertos. El menor había sobrevivido y trajo a cien hombres de la frontera. Rodearon el rancho. Esta vez no había escapatoria.
Anselmo y Brígida salieron al corral al amanecer. Ella con dos escopetas recortadas, él con el Colt y el rifle. Se pararon espalda con espalda, como en las leyendas.
—Cuando esto acabe —dijo ella—, quiero que recuerdes que hicimos lo correcto.
La batalla fue larga. Dispararon hasta que se les acabaron las balas. Luego se defendieron como pudieron, sin buscar causar daño innecesario, solo protegiéndose. Cayeron muchos atacantes.
Al final solo quedaba el Malacara menor, lleno de rabia.
—Tú arruinaste mi vida —le gritó a Brígida.
—Y tú dañaste a mi familia —respondió ella.
Con un movimiento firme, logró detenerlo sin quitarle la vida, entregándolo a las autoridades cuando estas llegaron.
8. El adiós
Cuando todo terminó, Anselmo estaba de rodillas, agotado por las heridas. Brígida lo sostuvo otra vez. Lo llevó al jacal donde habían pasado su primera noche. Ahí, con el sol saliendo rojo sobre Parras, ella le dijo:
—Te aprecio más de lo que imaginé, vaquero, pero no puedo quedarme. Me buscan en varios lugares y si me encuentran aquí te pondrán en peligro.
Él intentó hablar, pero ya no tenía voz. Ella lo abrazó por última vez. Un abrazo largo, lleno de sentimientos que no podían decirse. Luego se fue caminando hacia el desierto, descalza, con el vestido roto y la trenza deshecha, tan grande que parecía que el horizonte se inclinaba para dejarla pasar.
Anselmo se quedó solo en el rancho. Nunca volvió a hablar. Pero cada noche, cuando el viento traía un eco lejano, una risa de mujer hacía temblar los mezquites.
9. La leyenda
En las cantinas de Coahuila todavía cuentan que si pasas por La Esperanza en luna llena, puedes ver a una giganta roja sentada en el corral, esperando el día en que las rutas vuelvan a cruzarse con aquel vaquero que le dio paz y libertad.
Dicen que la historia de Brígida y Anselmo es la historia de dos almas errantes, unidas por el dolor y la fuerza, separadas por el destino, pero eternamente conectadas por la tierra y el viento.
La gente del pueblo, cuando ve la silueta de la giganta en el horizonte, recuerda que hay amores que no necesitan palabras, ni promesas, ni cuerpos. Amores que viven en la memoria y en la esperanza de volver a encontrarse.
Y así, bajo el cielo inmenso de Coahuila, el rancho La Esperanza permanece en pie. El polvo sigue levantándose como alma en pena, pero ahora, en cada rincón, hay huellas de una mujer que desafió todos los límites y de un hombre que aprendió que la verdadera paz no está en el silencio, sino en el recuerdo de quien supo amar sin miedo.