Isabel había estado casada con Ricardo durante casi tres años.
Al principio, su vida matrimonial era tranquila, pero después de que Isabel quedara embarazada, Ricardo comenzó a cambiar.
Llegaba tarde a casa, usando el trabajo como excusa, y a veces se ausentaba por las noches.
Isabel estaba sospechosa, pero se mantenía en silencio para no causar problemas antes de que naciera el bebé.
En su séptimo mes de embarazo, Isabel descubrió por accidente mensajes románticos entre Ricardo y una mujer llamada Verónica.

Lo que la sorprendió fue leer: “Te llevaré a casa pronto; a mi madre también le caes muy bien.”
Isabel se dio cuenta de que no eran solo mensajes.Una tarde lluviosa, Isabel llegó a casa más temprano de lo habitual.
La escena que vio le hizo hundirse el corazón: su suegra estaba ocupada ordenando la sala, mientras Ricardo entraba con una maleta.
Detrás de él venía Verónica, su barriga ya muy abultada, embarazada de siete u ocho meses.
La suegra, radiante, la presentó:
“Isabel, esta es Verónica, eh… una amiga de Ricardo.
Está embarazada, pobre chica, y no tiene a nadie que la cuide. Le dije que viniera a quedarse aquí, así podrá ayudarte cuando nazca tu bebé.”
Isabel permaneció inmóvil, con las manos sobre su vientre.
Todo estaba claro. Ricardo no podía mirarla a los ojos, y Verónica intentaba aparentar respeto.
La suegra continuó, ajena a la tensión:
“Sé que pronto darás a luz y estarás muy cansada. Con Verónica aquí, tendrás ayuda. Es una bendición para toda la familia.”
De repente, Isabel estalló en risas.
El sonido resonó en la habitación silenciosa, sorprendiendo a todos.
La suegra frunció el ceño:“¿De qué te ríes?”
Isabel miró a todos, con la voz calmada pero firme:
“Me río porque, mientras estoy embarazada de tu nieto, tú traes a la amante de tu hijo, también embarazada, para ‘cuidarme’.
Estos dos niños… no sé cómo se llamarán en el futuro: ¿hermanos o… compañeros en la desgracia?”
El rostro de la suegra se descompuso, Verónica bajó la mirada y Ricardo tartamudeó, sin poder decir nada.
Isabel continuó:
“No necesito que nadie me cuide. A partir de mañana, tú y tu hijo pueden vivir tranquilamente con esta ‘nueva familia’.
Me iré, y no te preocupes, dejaré que la ley se encargue de lo que corresponda respecto a los derechos y al niño.”
Con eso, Isabel entró en la habitación y cerró la puerta.
Esa noche, nadie se atrevió a llamar.
A la mañana siguiente, hizo su maleta, llamó a un taxi y se dirigió directamente a la casa de sus padres.
La noticia de que Isabel se había ido se difundió rápidamente entre sus familiares.
Todos estaban indignados y llamaron para reprochar a la suegra y a Ricardo.
Verónica, por su parte, solo permaneció unos días en la casa antes de irse, incapaz de soportar la presión.
Ricardo buscó a Isabel para disculparse y suplicarle que regresara, pero ella le dedicó una fría sonrisa:
“Tú y tu madre ya han tomado su decisión. Yo elijo a mi hijo.”
Tres meses después, Isabel dio a luz a un niño sano y hermoso.
Se volvió más fuerte que nunca, cuidando de su hijo sin depender de nadie.
Esa historia todavía se recuerda como una lección de dignidad y claridad para las mujeres.