Mecánico Desapareció en Jalisco en 1978 — En 2008 Hallan Camioneta con $50 Millones

La mañana del jueves 14 de septiembre de 1978 en San Juan de los Lagos, Jalisco, comenzó como tantas otras. El cielo lechoso, el calor apenas despertando y un silencio denso que solo rompía el zumbido distante de un ventilador malogrado. A las 7:15, Ramón Herrera Hernández, mecánico de 36 años, hombre reservado y meticuloso, cerró con candado oxidado el portón de su pequeño taller en la colonia El Rosario.
vestía su camisa azul deslavada con manchas de aceite, la misma que llevaba desde hacía semanas, y cargaba una lonchera de lámina rallada con restos de pintura roja. Dijo a su vecino, sin mucha intención de charla, que haría un encargo urgente en Lagos de Moreno y volvería al anochecer. Fue la última vez que alguien lo vio con vida.
Ramón tenía fama de ser serio, pero cumplido. No bebía, no salía, no hablaba más de la cuenta. Su mundo era su taller, su camioneta Chevrolet C10 modelo 73 y los motores que desmontaba como si desarmara relojes. Aquel jueves, sin embargo, algo en su forma de mirar era distinto. evitó la vista del panadero, caminó más rápido y encendió el motor con una torpeza que no era suya.
La desaparición fue notada esa misma noche cuando su madre, una mujer enjuta, de manos agrietadas y devoción por la Virgen de San Juan, caminó hasta el taller al ver que no regresaba. La camioneta no estaba. El portón seguía cerrado con su propio candado, pero dentro las luces permanecían encendidas. Sobre el banco de herramientas, una taza de peltre con café frío y una carta sin destinatario.
Decía en letra temblorosa y con tinta corrida. Lo único que me duele es el silencio. Durante las primeras 48 horas, la policía local asumió que se trataba de una fuga voluntaria o un ajuste de cuentas menor. No hubo denuncia formal, sino hasta el lunes siguiente.

El expediente inicial se archivó bajo la categoría de persona no localizada. Su madre, entre lágrimas juró que Ramón nunca habría dejado su taller, ni por dinero ni por miedo. Lo que nadie sabía en aquel momento era que bajo la tierra reseca de un barranco olvidado a pocos kilómetros de lagos de Moreno, yacía en silencio la clave de una historia que tardaría tres décadas en emerger.
Durante los primeros días, la desaparición de Ramón Herrera Hernández fue un murmullo constante entre los vecinos de San Juan de los Lagos. Nadie comprendía por qué un hombre tan reservado y metódico, con una vida tan predecible, podía simplemente esfumarse. Su madre, doña Ernestina, recorría las calles con un retrato enmarcado entre las manos, visitando comisarías, parroquias, expendios de gasolina.
Cada noche dejaba una vela encendida frente al taller y rezaba en voz baja, como si esas oraciones pudieran atravesar los campos, las montañas, los kilómetros de silencio. La policía local actuó sin entusiasmo. En su informe inicial anotaron que la desaparición podía estar relacionada con alguna deuda no saldada o con un conflicto sentimental.

Ningún indicio de violencia”, decía una de las primeras actas. En realidad no había indicios de nada. Su camioneta no apareció. Su cartera no fue usada. Su firma no volvió a figurar en ningún trámite. Un borrón seco, como si lo hubieran arrancado de la realidad con precisión quirúrgica.
Para diciembre de ese mismo año, la búsqueda se había reducido al esfuerzo desesperado de su madre y de Rogelio, su joven aprendiz, que pegaba carteles en los pueblos cercanos con la imagen en blanco y negro del mecánico. La camioneta, una Chevrolet C10 modelo 73 de color rojo vino, era considerada pieza clave, pero nadie la vio. Se barajaron teorías vagas, que se había fugado con dinero ajeno, que había presenciado algo indebido, que había sido confundido con alguien más.
Ninguna avanzó. En 1981, un hombre de acento norteño llamó desde un teléfono público en Aguascalientes, asegurando haber visto a Ramón en una pensión de mala fama. Cuando la policía llegó, encontraron a un alcohólico confundido, sin identificación. En 1991, un exagente de tránsito retirado declaró haber detenido en los 70 una camioneta idéntica, pero los archivos estaban incompletos y la pista se perdió.
En 1999, una denuncia anónima aseguraba que la camioneta estaba siendo utilizada con placas falsas en Tepatitlán. Se envió una patrulla. Hallaron un vehículo calcinado en una barranca, pero el número de serie había sido limado. Otra vez, nada concluyente. Con el paso de los años, el caso se volvió una sombra. Los nuevos policías ni siquiera sabían pronunciar el nombre completo del desaparecido.
El taller fue cerrado, tapeado y luego demolido para construir una farmacia de cadena. Rogelio se mudó a León y jamás volvió a hablar del asunto. Doña Ernestina murió en 2003 en su cama con una vela encendida al lado y la foto de su hijo clavada con un alfiler a la pared. Nunca supo nada. En su tumba, alguien pintó con cale.

Él no se fue, a él se lo tragaron. Nadie borró esa inscripción. San Juan de los Lagos creció, pero el caso de Ramón quedó atrás. como tantas otras historias de hombres que desaparecen en caminos secundarios. El archivo fue trasladado a una bodega judicial en Tepic y empolvado durante tres décadas, pero el silencio no era olvido. Bajo tierra algo esperaba.
Fue en septiembre de 2008, después de una tormenta particularmente severa en la región de Lagos de Moreno, cuando todo cambió. Las lluvias arrastraron una porción de tierra reseca en un camino rural sin nombre, abriendo una zanja de varios metros. En el fondo, oxidado y cubierto de raíces, apareció un fragmento metálico con líneas curvas reconocibles.
Un campesino que buscaba leña lo vio brillar entre el barro y avisó a la policía. Era el extremo trasero de una camioneta antigua, semienterrada, con la pintura borrada por los años. Nadie lo sabía aún, pero el tiempo había comenzado a desenterrar la verdad. El lunes 22 de septiembre de 2008, en una vereda polvorienta que cruzaba entre los límites de Ejido El Platanar y los campos resecos de la estrella, Tomás Lerma, campesino de 63 años, caminaba con su machete al hombro buscando ramas secas para leña. Tras las lluvias de la semana anterior, varios caminos de la
zona habían quedado bloqueados por el lodo y los derrumbes. Fue entonces cuando al acercarse a un barranco erosionado por la tormenta, notó un brillo metálico entre las raíces expuestas y el barro húmedo. Al principio pensó que se trataba de una llanta vieja o el costado de un remolque oxidado, pero al despejar con el machete la maleza que lo cubría, reveló lo que parecía ser la esquina superior de una camioneta con la pintura completamente borrada por el óxido y el cofre hundido bajo una roca partida.

El hallazgo, silencioso y opaco como un susurro tragado por la tierra, inquietó a Tomás. Sin tocar nada más, regresó al pueblo y avisó a la comandancia de Lagos de Moreno. Al día siguiente, martes por la mañana, dos agentes estatales y un perito forense acudieron al lugar con palas, cintas amarillas y linternas portátiles.


Tras más de 3 horas de remoción manual, emergió un vehículo semienterrado, una camioneta Chevrolet C10, modelo antiguo, visiblemente dañada, sin llantas, sin cristales, con la defensa trasera colapsada. En el interior había escombros, ramas, tierra apelmazada, pero el chasis y parte de la estructura conservaban aún las líneas distintivas del diseño setentero.
No tenía placas visibles, pero el número de serie grabado en el borde interior del chasis del lado del conductor aún era parcialmente legible. Tras limpiar con cuidado el metal corroído y fotografiarlo, el perito comparó los dígitos con la base estatal de vehículos antiguos. Fue entonces cuando saltó un expediente archivado hacía décadas. La camioneta coincidía con la reportada por desaparición en 1978, asociada a un nombre olvidado.
Ramón Herrera Hernández. El caso, inactivo por más de 30 años, había dormido bajo capas de indiferencia institucional. Nadie, en la Fiscalía Regional recordaba al tal Ramón. La camioneta fue extraída con una grúa al mediodía. Al moverla, la tierra desprendida dejó al descubierto la puerta del conductor y parte del piso del vehículo.
El interior, deshecho por la humedad, olía a metal rancio, a caucho podrido, a encierro. No había rastro de los asientos originales ni del volante, pero bajo el asiento trasero, sorprendentemente intacto, uno de los agentes encontró una especie de compartimento improvisado. Era una cavidad rectangular cubierta por una lámina metálica remachada y sellada con brea endurecida. Al abrirla con cuidado, encontraron varios fajos de billetes apilados.
Eran pesos antiguos de los años 70. Con la imagen de Miguel Hidalgo impresa en papel grueso, estaban húmedos, manchados de mo, pegados entre sí por el tiempo, algunos prácticamente desintegrados. El total no se pudo contar en ese momento, pero los peritos estimaron que originalmente debió haber varios millones.

El dinero, evidentemente oculto, no podía estar allí por accidente. Era dinero escondido, conservado, pensado para permanecer oculto durante mucho tiempo. Un silencio incómodo invadió a los presentes. [Música] Uno de los agentes propuso registrar el resto del vehículo antes de trasladarlo.
Fue entonces cuando notaron que el piso trasero del chasis tenía una lámina soldada. distinta del resto, con marcas de soldadura improvisada. El perito forense recomendó no manipularla en el sitio. La camioneta fue asegurada y enviada a las instalaciones del Servicio Médico Forense de Guadalajara con custodia armada y una orden de resguardo. El caso fue asignado a la Fiscalía de Delitos Patrimoniales. La noticia apenas se filtró a la prensa local.
El diario La Región publicó una nota breve. Hayan camioneta enterrada con dinero antiguo en Barranco de Jalisco. Sin embargo, aquella línea bastó para llegar pocos días después a oídos de Rogelio, el antiguo aprendiz de Ramón, quien aún residía en León. Al ver la foto de archivo publicada en la nota, reconoció la abolladura del lado izquierdo de la defensa trasera.

Decidió presentarse ante la fiscalía. con voz temblorosa”, dijo, “Esa era la troca del maestro Ramón. Nadie más tenía una igual. Tres días después del hallazgo, el 25 de septiembre de 2008, la camioneta fue inspeccionada en una nave cerrada del Servicio Médico Forense de Guadalajara. El procedimiento lo encabezó la fiscal Leticia Muñoz con la presencia de dos peritos forenses, un criminólogo y una antropóloga física.
El interés ya no era solamente el dinero deteriorado, del cual se habían logrado recuperar más de 800 billetes parcialmente legibles, sino la misteriosa lámina soldada al fondo del chasis, una plancha metálica sin tornillos, fijada con soldadura irregular, como si alguien hubiera improvisado un escondite con urgencia o miedo.

Con herramientas especializadas y cámaras registrando cada ángulo, los técnicos comenzaron a cortar la plancha. El olor que emergió fue penetrante, ácido, inconfundible, una mezcla de óxido, encierro y descomposición añeja. Tras retirar completamente la cubierta, encontraron lo que parecía una cavidad rectangular de unos 70 cm de profundidad. En su interior, envueltos en bolsas negras de plástico deterioradas, yacían restos humanos incompletos.
Primero fueron visibles unos huesos largos, luego fragmentos de tela y más al fondo un cráneo en posición lateral con la mandíbula desplazada. La tela, deshecha por el tiempo, aún conservaba vestigios de una camisa azul. Una pequeña placa de identificación de aluminio colgando de un cordón oxidado decía R herrera H.
No había dudas para la fiscal, estaban ante los restos del mecánico desaparecido 30 años atrás. La autopsia fue complicada por el avanzado estado de descomposición y la exposición prolongada al ambiente cerrado. Sin embargo, los análisis antropológicos preliminares establecieron correspondencia en edad, complexión y estatura con Ramón Herrera Hernández.
Además, se extrajeron muestras óseas para análisis de ADN mitocondrial, el cual sería comparado con tejidos conservados de su madre. Aún disponibles en una vieja muestra tomada en el hospital civil durante su última internación en 2003. La revelación estremeció a los investigadores. Ya no se trataba de una simple desaparición ni de dinero escondido por contrabandistas.
Había un cuerpo, un nombre, un crimen cuidadosamente silenciado. El compartimento donde fue hallado el cadáver parecía haber sido diseñado para permanecer invisible durante años. En paralelo, los peritos analizaron los billetes. Más de 40 fajos conservaban fragmentos de huellas dactilares, aunque muy degradadas.
Algunos de ellos estaban impresos en papel de seguridad usado entre 1973 y 1975, lo que reforzaba la teoría de que el dinero había sido reunido durante esa década. Uno de los fajos, atado con una liga azul completamente fosilizada tenía una inscripción apenas visible en uno de los bordes. RDC 878. Esa sigla reactivó una sospecha antigua.

Durante las investigaciones iniciales de los años 70, hubo rumores nunca confirmados de que Ramón estaba vinculado a un grupo de lavado de dinero mediante talleres mecánicos en la región de los Altos. Uno de los nombres que figuraban en aquellas denuncias anónimas era el del entonces comandante Rodolfo del Sid, jefe de la dirección de tránsito en Lagos de Moreno en 1978.
Aunque nunca fue investigado formalmente, su nombre aparecía en un par de denuncias ciudadanas que hablaban de sobornos, desapariciones encubiertas y favores a narcotraficantes locales. Muñoz solicitó de inmediato acceso al archivo histórico de la Dirección de Seguridad Pública del Estado.
El expediente de Dels estaba incompleto, parcialmente quemado durante una inundación en 1994. Aún así, un documento clave sobrevivía, una hoja mecanografiada con una lista de vehículos decomizados entre julio y septiembre de 1978. Entre ellos figuraba una Chevrolet C10 sin placas, sin conductor identificado, retenida durante 4 días y liberada sin expediente ni firma responsable.

Ese dato cambió el rumbo de la investigación. El vehículo no solo había sido localizado en 1978, también había estado en manos de las autoridades, aunque fugazmente. ¿Quién ordenó liberarlo? ¿Por qué no se vinculó entonces con la desaparición de Ramón? ¿Por qué nadie informó de ese hallazgo? El equipo de la fiscal Muñoz decidió reconstruir el movimiento del vehículo durante ese mes.
La camioneta, según las pistas emergentes, no desapareció por completo. Fue retenida, manipulada y luego ocultada deliberadamente. Un encubrimiento sistemático parecía haberse puesto en marcha. La pregunta era, ¿quién y por qué? El 27 de septiembre, la fiscal Leticia Muñoz convocó a una rueda de prensa discreta sin cámaras ni titulares llamativos.
El caso era demasiado antiguo, demasiado delicado. A esas alturas ya no se trataba únicamente de esclarecer una desaparición. Lo que estaba saliendo a la luz era una estructura de complicidad institucional que en su momento permitió no solo que Ramón Herrera desapareciera sin dejar rastro, sino que su cadáver fuera deliberadamente ocultado dentro de un vehículo que a su vez fue retenido y liberado por la policía local sin justificación alguna. La hipótesis de trabajo comenzó a tomar forma.
Ramón no había sido víctima de un crimen pasional ni de una confusión. había sido eliminado por haber sabido demasiado. Algunos documentos recuperados del archivo judicial apuntaban a que su taller, aunque modesto, estaba siendo utilizado por terceros para modificar vehículos que luego cruzaban a Zacatecas y Aguascalientes, cargados con dinero ilícito.

Ramón, probablemente sin saberlo al principio, fue cómplice técnico. Pero algo cambió en agosto de 1978. Una carta escrita por su propia madre guardada en una libreta parroquial mencionaba que el muchacho andaba nervioso como si algo feo le pesara en la conciencia.
Los investigadores no tardaron en confirmar que Rodolfo del Sid, el excomandante vinculado al vehículo, había muerto en 2001 en un accidente automovilístico camino a San Luis Potosí. Aunque nunca fue formalmente acusado ni siquiera investigado, varias fuentes lo señalaban como intermediario entre elementos de seguridad corruptos y grupos delictivos emergentes durante la segunda mitad de los años 70.
Con él muchas respuestas se habían perdido. Sin embargo, el testimonio de Rogelio, el exaprendiz, proporcionó un nuevo hilo. Aseguró que semanas antes de su desaparición, Ramón le había confesado que estaba pensando en cerrar el taller. Me dijo que no le gustaba la gente que venía, que olían a muerte y que querían silencio.
A partir de esa frase, los fiscales comenzaron a estudiar el entorno inmediato de Ramón. El nombre que surgió fue el de Rubén Arteaga, alias el tapatío, un intermediario conocido en la zona por mover efectivos sin rastros. Arteaga había sido detenido en 1984 por evasión fiscal, pero fue liberado por falta de pruebas.

murió en 1992 por causas naturales. Aunque Arteaga y Dels Sid ya no podían ser interrogados, el cruce de sus nombres en los registros era constante. Ambos frecuentaban los mismos bares, compartían ciertos inmuebles bajo testaferros y tenían vínculos con otros casos no resueltos de la época. El patrón se repetía.
Desapariciones, vehículos manipulados, policías que callaban. fiscales que archivaban. Durante la inspección final de la camioneta se encontró un detalle revelador. Bajo el tapizado desecho del panel derecho de la puerta había una pequeña cruz de metal oxidado atada con alambre envuelta en un retazo de tela con las iniciales eh bordadas a mano. Doña Ernestina Herrera era casi con certeza un amuleto colocado por ella.
Quizás en algún momento en que ayudó a su hijo en el taller. Esa reliquia fue entregada a Rogelio, quien lloró en silencio al recibirla. Eso lo colgó su madre. Siempre le decía que no saliera sin ella. El caso, aunque en apariencia resuelto, dejaba más preguntas que certezas.
El móvil apuntaba a una ejecución silenciosa para proteger una red de lavado de dinero en la que Ramón, al parecer dejó de querer colaborar. Su muerte entonces fue una advertencia, el entierro de la camioneta, un símbolo de poder y silencio. La fiscalía emitió un comunicado oficial cerrando el caso con base en los hallazgos forenses, reconociendo a Ramón Herrera como víctima de homicidio doloso y solicitando a la Comisión Estatal de Memoria Histórica la colocación de una placa en lo que fue su taller, hoy convertido en una sucursal bancaria. La petición fue aprobada. En la pequeña
ceremonia de colocación, nadie de la familia sobrevivía ya. Solo Rogelio, de traje arrugado, permaneció en silencio frente al muro recién pintado. Allí se leía en letras de bronce. Aquí trabajó Ramón Herrera Hernández, desaparecido en 1978, hallado 30 años después. El silencio no lo borró. A partir del hallazgo de los restos de Ramón Herrera y de la camioneta C10 enterrada, la Fiscalía de Jalisco activó una investigación paralela a la reapertura del caso original, enfocada no en esclarecer una desaparición, sino
en desentrañar la posible existencia de una red estructurada de complicidades entre autoridades, cuerpos policiales y operadores del crimen económico durante la segunda mitad de los años 70. La fiscal Leticia Muñoz conformó un equipo especial multidisciplinario que incluía criminólogos, especialistas en archivos históricos, antropólogos forenses y dos fiscales adjuntos.

El objetivo era reconstruir paso a paso qué sucedió con Ramón desde el último día que se le vio con vida hasta el momento en que su cuerpo terminó oculto en el compartimento del chasis. Uno de los primeros pasos fue regresar al expediente original, el mismo que había sido archivado en 1978 con la etiqueta de persona no localizada.
Aquella carpeta, compuesta por apenas 12 hojas mecanografiadas incluía la denuncia de su madre, un par de declaraciones vecinales contradictorias y un informe policial sin firma. Más allá de eso, todo lo demás eran omisiones. Ni se investigó el taller, ni se entrevistó al joven aprendiz, ni se rastreó el trayecto hacia Lagos de Moreno.
Para Leticia Muñoz, el hecho de que en ningún momento se hubiera emitido una orden de localización vehicular era el primer indicio grave de negligencia o de encubrimiento. Rogelio, el aprendiz, fue interrogado formalmente bajo juramento. declaró que en la semana previa a la desaparición de su maestro, dos hombres en trajes grises habían acudido al taller para exigirle algo.

Ramón, según recordó, salió con ellos al callejón trasero y regresó pálido con las manos temblorosas. Esa misma noche, Rogelio lo escuchó murmurar mientras cerraba el taller. Ya no quiero seguir en esto. Nadie en 1978 le preguntó nada. La fiscalía obtuvo permiso judicial para inspeccionar el terreno donde antes se erigía el taller. La estructura había sido demolida en los años 90, pero se conservaban los planos originales del local.
Bajo la losa de concreto, que ahora sostenía una bodega de medicamentos, se descubrieron tres compartimentos de almacenamiento subterráneo, posiblemente usados para guardar piezas o herramientas. Uno de ellos, de dimensiones inusuales, contenía restos de herramientas antiguas envueltas en trapos endurecidos, una caja de madera rota con inscripciones en tinta corrida Pro i78 y un bidón oxidado que aún contenía trazas de solvente industrial. Pero el hallazgo más perturbador no fue físico, sino documental. En el Archivo
General del Estado, un empleado de nombre Edgar Villaseñor encontró una hoja suelta dentro de una carpeta etiquetada como Talleres autorizados 19779. El papel firmado por Rodolfo del SID fechaba en agosto de 1978 y autorizaba la inspección administrativa del taller Herrera Servimotor por presunta actividad ajena a su giro registrado. Nunca se halló constancia de que esa inspección se hubiera realizado.
Sin embargo, en la misma hoja aparecía la firma de recibido de un tal R. Arteaga, identificable como Rubén Arteaga, el presunto intermediario de dinero ilícito. El equipo de la fiscalía entonces formuló una hipótesis. Ramón Herrera había sido forzado a modificar o esconder vehículos vinculados a operaciones de lavado.

Cuando intentó salirse del esquema o mostró señales de arrepentimiento, fue eliminado. Su camioneta, un vehículo común, sin placas visibles, sin modificaciones externas llamativas, fue elegida como su ataúd. Ocultarla no era solo desaparecer a Ramón, era borrar la existencia de la traición, de la desobediencia. Para sostener esta hipótesis se necesitaba más que deducciones.
Se ordenó la exhumación del cuerpo de Rodolfo del Sid, fallecido en 2001, para obtener una muestra genética que pudiera compararse con las huellas parciales halladas en algunos fajos de billetes. La orden fue autorizada por un juez de distrito. Durante la exhumación realizada en el panteón Jardines del Recuerdo, se descubrió que su tumba había sido alterada. El ataúd no coincidía con el modelo registrado y la caja interior presentaba signos de haber sido reemplazada. El cuerpo, aunque conservado, no tenía las manos.
Aquello para Muñoz ya no era solo un caso de impunidad, era una trama organizada de destrucción de pruebas. La noticia sobre la exhumación de Rodolfo del SID no se filtró a los medios, pero dentro del equipo fiscal causó un estremecimiento silencioso.
El hecho de que el cuerpo estuviera sin manos, que la caja original hubiera sido sustituida y que no existiera constancia formal de ese cambio en los registros del panteón, activó una alerta institucional. Alguien había intervenido el cadáver años después de su entierro. ¿Quién habría tenido acceso? ¿Con qué fin? Para borrar qué huella.
El acta de defunción indicaba que Del Sid murió el 17 de agosto de 2001, víctima de un accidente automovilístico mientras conducía de madrugada por la carretera a San Luis Potosí. El vehículo, según el peritaje de la época, había salido disparado en una curva estrellándose contra un árbol. No hubo testigos ni grabaciones.
El cuerpo fue trasladado directamente a una funeraria privada y enterrado al día siguiente. La funeraria consultada en 2008 había cambiado de dueños. El expediente del ingreso extraviado. Una línea más de desaparición dentro de otra. Leticia Muñoz solicitó una revisión del entorno familiar de Del Sid. Su única hija residente en Querétaro, se negó a declarar.
Sin embargo, una antigua trabajadora doméstica aportó un dato inquietante. En 2004, 3 años después de la muerte del excomandante, un grupo de hombres vestidos con trajes oscuros acudieron al panteón acompañados de un abogado del gobierno para realizar una revisión por cuestiones legales. La mujer no recordaba los nombres, pero sí la hora. fue al amanecer en secreto.
Esa intervención no estaba registrada en ninguna base oficial. Mientras tanto, el laboratorio forense consiguió recuperar una huella parcial de una de las ligas plastificadas con las que estaban atados los billetes ocultos en la camioneta. La huella, si bien incompleta, mostraba patrones coincidentes con registros antiguos de personal policial.

No era posible determinar con certeza la identidad, pero el algoritmo de coincidencia arrojó como primer resultado. del SID, Rodolfo, legalmente insuficiente, narrativamente devastador, las autoridades comenzaron a entreteger un expediente más amplio, una red de omisiones, encubrimientos y manipulaciones que parecía haber operado con total impunidad en la región Altos Norte de Jalisco durante al menos 5 años.
Ramón Herrera, pequeño mecánico de provincia, había sido una pieza menor en una maquinaria mayor, pero su negativa o su simple incomodidad lo convirtió en objetivo. No era necesario que hablara, solo bastaba con que dudara. El testimonio de Rogelio cobró aún más peso al recordar que dos días antes de la desaparición de su maestro, Ramón había sido visitado por un hombre al que llamaban el ingeniero. Nunca supo su nombre real.
Vestía guallavera blanca, conducía un bocho verde botella y preguntó por el encargo de los martes. Ramón respondió con evasivas. esa misma noche dijo estar considerando cerrar todo. El ingeniero no volvió a aparecer, pero el apodo fue rastreado por el equipo de Muñoz en varios archivos. apareció vinculado en 1977 a una causa por enriquecimiento ilícito contra agentes de tránsito.
Su nombre, Gerardo Esquivias Nágera, exfuncionario técnico del Departamento de Transportes de Jalisco. Había muerto en 1995, pero sus propiedades seguían activas a nombre de terceros. [Música] Una finca en encarnación de Díaz registrada a nombre de una sociedad fantasma fue cateada por orden judicial el 9 de octubre.
En uno de sus sótanos se encontraron archivos destruidos, restos de partes vehiculares e incluso un juego completo de placas vehiculares de los años 70, muchas de ellas con números adulterados. El cateo también arrojó una libreta empolvada dentro de una caja fuerte oxidada. En la portada se leía Ram Hal 0978.
Las iniciales parecían coincidir con Ramón y Jalisco, y la fecha reforzaba la línea temporal. En su interior había cifras, nombres, rutas. Muchos estaban tachados. Uno de los apuntes decía, “El del motor no quiere. dice que no va a correr más para nadie, arreglar antes del 15. Ramón desapareció el 14. La cronología se estrechaba. Los indicios dejaban de ser suposiciones.
Había un patrón de coersión, de advertencias sutiles, de silencios obligados. El arreglar parecía, en ese contexto no referirse a ninguna reparación mecánica. Ese hallazgo desencadenó una revisión de casos similares en la zona entre 1976 y 1980. Al menos cinco desapariciones de pequeños empresarios no habían sido resueltas. Un herrero, un comerciante de llantas, un chóer de transporte de carga, un tapicero y un taxista.
Todos habían tenido contactos con vehículos, rutas y modificaciones. Todos desaparecieron sin dejar rastro. Ninguno fue investigado a fondo. En cada uno de esos casos, como en el de Ramón, hubo una constante silencio administrativo, omisiones policiales y familiares que jamás obtuvieron respuestas.

El impacto acumulado de los hallazgos forzó a la Fiscalía Estatal a aceptar que lo que estaba saliendo a la luz no era un caso aislado, sino parte de una red de operaciones oscuras que había operado durante años con cobertura institucional. La figura de Ramón Herrera Hernández adquiría en ese contexto un peso simbólico inesperado, no solo como víctima, sino como testigo silenciado de un sistema que prefería borrar a quien dudaba antes que enfrentarse al riesgo de ser expuesto.
La fiscal Leticia Muñoz ordenó centralizar todos los expedientes vinculados con desapariciones de trabajadores independientes entre 1975 y 1980. En un intento de armar un mapa más completo, uno de los documentos más reveladores surgió del archivo muerto de la extinta dirección de vehículos de Guadalajara.
Un oficio fechado el 29 de agosto de 1978, firmado por Gerardo Esquivias Náera, el ya fallecido ingeniero, en el que se autoriza la emisión de cinco juegos de placas temporales para proyectos de campo de inspección vehicular. Una de esas combinaciones alfanuméricas coincidía parcialmente con la secuencia hallada en la camioneta enterrada.
Era una señal clara de que el vehículo de Ramón había sido utilizado como pantalla para fines ilegales, posiblemente después de su muerte. Paralelamente se reabrieron entrevistas a antiguos funcionarios retirados, uno de ellos, Salvador Paniagua, antiguo jefe de sector en Tepatitlán.
Hoy con 82 años y en silla de ruedas aceptó recibir al equipo fiscal en su casa. Durante la conversación confesó que en 1978 había recibido órdenes directas de no intervenir en casos con clave mecánico. Aquella frase ambigua, parecía referirse a algún código informal para referenciar talleres involucrados en operaciones especiales. Uno se callaba joven. En esos años, el que preguntaba mucho no duraba”, dijo mientras sostenía una libreta antigua donde con pulso tembloroso marcaba con una X los nombres de colegas que como él fueron obligados a mirar hacia otro lado. Esa red de silencio institucional, construida por
miedo, conveniencia o directamente por complicidad, hizo posible que el caso de Ramón quedara sepultado durante 30 años. Nadie firmó la inspección a su taller. Nadie reportó la retención de su camioneta. Nadie investigó el registro de los billetes antiguos.
Todo parecía haber sido cuidadosamente desvanecido, pero no todo pudo ser borrado. En la reconstrucción forense final del caso, los expertos lograron determinar la posición exacta del cuerpo de Ramón dentro del compartimento del chasis. El cadáver había sido colocado de forma fetal, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza ladeada hacia el costado derecho. Esa posición no era casual.
indicaba que había sido introducido a la fuerza con violencia, pero también con un conocimiento profundo del vehículo. Era muy probable que quien lo ocultó supiera exactamente qué partes desmontar, cómo distribuir el peso para evitar que el vehículo delatara su carga y cómo cubrirlo para resistir años de humedad sin colapsar. El cuerpo presentaba fracturas antiguas compatibles con una caída o un golpe contundente.
No había lesiones de arma de fuego. En el informe final se estableció la causa de muerte como traumatismo cráneoencefálico severo con hemorragia interna no tratada. El golpe, según las estimaciones, ocurrió entre 8 y 12 horas antes del ocultamiento, lo que implicaba que Ramón probablemente agonizó antes de morir en soledad, en silencio.
La única pertenencia encontrada con él fue una medalla de San Benito oxidada colgada de un hilo de cáñamo alrededor del cuello. Esa medalla fue devuelta a Rogelio, el único ha llegado vivo con vínculos directos. la sostuvo entre los dedos por varios minutos antes de guardarla en el bolsillo interior de su chaqueta. Él la llevaba todos los días.

 

 

Decía que lo protegía. Pero hay cosas contra las que ni los santos pueden. En paralelo, la Comisión Estatal de Derechos Humanos emitió un pronunciamiento extraordinario, reconociendo la responsabilidad institucional por omisión grave en la desaparición y el encubrimiento del caso.
Fue la primera vez en la historia reciente de Jalisco que una víctima olvidada de los años 70 era reconocida oficialmente como tal. Los medios, que al inicio apenas habían prestado atención al hallazgo de la camioneta, comenzaron a cubrir con más interés cada avance. Programas de televisión local entrevistaron a historiadores, abogados y especialistas en crímenes del pasado.
Se hablaba, por primera vez en décadas de la posibilidad de reabrir decenas de casos olvidados. Ramón, sin quererlo, se había convertido en símbolo, un símbolo de lo que ocurre cuando un solo hombre se niega a seguir fingiendo. La última etapa de la investigación coincidió con una creciente presión mediática y una fuerte resistencia institucional.
No todos dentro del aparato estatal estaban cómodos con las conclusiones a las que el equipo de la fiscal Leticia Muñoz se acercaba. Algunos archivos empezaron a desaparecer de manera inexplicable. Otros, como los registros de ingreso de vehículos decomisados entre agosto y septiembre de 1978 fueron entregados con páginas arrancadas o ilegibles.
La fiscal, sin embargo, no se detuvo. Recurrió a copias antiguas conservadas por asociaciones civiles, notas de periódicos locales y entrevistas con exfuncionarios ya jubilados, tejidas con cuidado hasta formar una cronología indiscutible. El informe final de más de 600 páginas detallaba con precisión cómo operaba la red.
Pequeños talleres eran utilizados como puntos de transición para vehículos cargados con dinero, armas o mensajes. Los mecánicos, en la mayoría de los casos, no eran miembros del crimen organizado, sino piezas funcionales sometidas por miedo, dinero, opresión. En cuanto alguno se salía de la línea como Ramón, se activaban mecanismos de neutralización, desaparición, intimidación, asesinato.
Lo más escalofriante era que todo esto ocurría con la participación pasiva o directa de elementos de la policía de tránsito, de funcionarios municipales y, en algunos casos, de fiscales subalternos. Una figura emergió con fuerza entre los documentos. Manuel el Tuerto Gudiño, jefe de inspecciones vehiculares entre 1976 y 1981, quien había sido señalado en al menos tres denuncias ciudadanas por enriquecimiento ilícito.
En los expedientes se encontraba una hoja con una lista de nombres y fechas. El nombre de Ramón Herrera aparecía junto al de otros tres desaparecidos. El herrero de encarnación de Díaz, el tapicero de Tepatitlán y un chóer de nombre Hilario Díaz, visto por última vez en Arandas. La lista estaba titulada A mano, sinco. Gudiño fue localizado viviendo en Mazatlán, retirado y alejado de todo cargo público desde hacía más de dos décadas. Al ser citado a declarar, se amparó.
No negó conocer a Del Sydney, a Esquivias Náera. pero afirmó no recordar detalles ni nombres ni vehículos. La fiscalía no tenía elementos para imputarlo formalmente, pero su nombre quedó registrado en el informe entregado a la Comisión Nacional de Búsqueda como actor clave en el contexto de desaparición de Ramón.
Al mismo tiempo, el equipo de antropología forense reconstruyó un modelo tridimensional del compartimento, donde fue encontrado el cuerpo. Utilizando impresiones digitales y escaneos del chasis, pudieron demostrar que la cavidad había sido construida a propósito con herramientas industriales. No era una improvisación. Alguien sabía exactamente lo que hacía.
El vehículo fue modificado para transportar el cuerpo sin que el peso alterara su funcionamiento normal. No hubo señales de fuga de fluidos ni rastros en el exterior. Todo estaba diseñado para desaparecer sin levantar sospechas. Una nueva pieza crucial apareció en los últimos días de la investigación.
Una fotografía enviada de forma anónima al buzón físico de la fiscalía. Mostraba el taller de Ramón tomado desde la calle en 1978. En la imagen se ve su camioneta estacionada afuera y a su lado un hombre con uniforme de tránsito apoyado en la defensa. La imagen estaba arrugada, desgastada, pero el rostro de la gente era reconocible. Era Rodolfo del Sid.
La fotografía fue autenticada por un experto. No cabía duda. Del Sid había estado en el taller el mismo mes de la desaparición. Esa prueba no solo reforzaba su implicación directa, sino que desmentía por completo su supuesta ignorancia del caso, tal como siempre se sostuvo en los informes oficiales. Con la entrega del informe final a la Comisión Estatal de Memoria, Leticia Muñoz dio por cerrada la fase investigativa.
Sabía que no habría detenidos, que muchos culpables ya estaban muertos, que los sobrevivientes habían aprendido a esconderse tras amparos. omisiones, lagunas legales, pero también sabía que la verdad, por fragmentada que fuese, había salido de la tierra, del óxido, de la errumbre de un vehículo enterrado durante tres décadas. El taller donde todo comenzó, convertido ahora en un centro de distribución farmacéutica, fue visitado en secreto por Rogelio días antes de que se colocara la placa conmemorativa.
Caminó hasta la reja, apoyó la mano sobre el metal frío y murmuró una oración. No pidió justicia, solo murmuró el nombre de su maestro, como si al nombrarlo algo pudiera volver por un instante. Lo que se cerraba no era un expediente, era una herida antigua, una memoria que se negaba a morir.
20 días después de haber iniciado una de las investigaciones más delicadas de la historia reciente de Jalisco, el caso de Ramón Herrera Hernández fue oficialmente cerrado, no por falta de pruebas, sino por falta de culpables vivos. No hubo procesados, ni audiencias ni sentencias, pero sí hubo un reconocimiento público, una admisión de culpa institucional y sobre todo una verdad recuperada que durante 30 años había permanecido enterrada bajo tierra, óxido y silencio.
La placa fue colocada el lunes 20 de octubre bajo un cielo gris. La ceremonia fue breve, sobria, sin cámaras ni discursos políticos. Rogelio, de traje sencillo, se paró frente al muro blanco del antiguo taller. Sostenía en una mano la medalla de San Benito oxidada, en la otra un clavel blanco.

La fiscal Leticia Muñoz, presente de manera discreta, observaba a distancia. No hubo banda ni corte de listón, solo una lectura en voz baja de las palabras grabadas en bronce. Aquí trabajó Ramón Herrera Hernández. Desaparecido en 1978, hallado 30 años después. El silencio no lo borró.
En San Juan de los Lagos, algunos ancianos aún recordaban al hombre callado de manos firmes que arreglaba motores sin mirar el reloj. Pero para las nuevas generaciones, Ramón era ahora una historia que se contaba en las escuelas, en los medios, en las pláticas sobre el pasado que el país intenta reparar.
Una historia donde el crimen no fue solo matar, sino hacer que nadie preguntara. El informe final del caso fue incorporado al Archivo Estatal de Crímenes inconclusos. En él, una frase cierra el último párrafo con palabras que no buscan consuelo, sino memoria. No todos los desaparecidos fueron silenciados por la muerte. Algunos hablaron desde la tierra.
Rogelio, al retirarse dejó la flor al pie del muro y caminó sin volver la vista atrás. La medalla la conservó ya no como símbolo de protección, sino como reliquia de resistencia. Porque aunque la justicia no siempre llega como se espera, la verdad, cuando por fin emerge tiene un peso que ningún silencio puede enterrar. M.

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