El suegro vino del campo a visitar; el yerno lo despreció por pobre y ni siquiera quiso conversar, pero después se quedó pálido de arrepentimiento al conocer la verdad…

Javier había nacido y crecido en la Ciudad de México. Estaba acostumbrado a la comodidad, a mirar la vida con ojos que solo valoraban el dinero y el estatus. Cuando se casó con María –una muchacha dulce, sencilla, originaria de un pequeño pueblo– sus amigos se burlaban diciendo que había “traído una esposa pueblerina”. Pero como ella era hermosa, trabajadora y lo amaba con todo el corazón, Javier aceptó casarse.

El día de la boda, el padre de María, don Pedro, un campesino delgado y curtido por el sol, viajó desde el rancho y entregó todos sus ahorros para apoyar a su hija. Pero para Javier, aquel hombre no era más que “un pobre atrasado”.

Después de la boda, María a veces le pedía a su esposo volver al pueblo a visitar a su papá, pero Javier siempre inventaba excusas:
—¿Qué gracia tiene ir allá? Solo polvo, campos y nada interesante de qué hablar.

María se entristecía, pero no se atrevía a reprocharle.

Un día, don Pedro llegó de sorpresa a la ciudad para visitar a la pareja. Viajó en un viejo autobús de línea y trajo como regalo unos kilos de camote y unas toronjas de su huerto. Apenas llegó, María se emocionó:
—¡Papá! ¿Cuándo llegaste? ¿Por qué no me avisaste para ir a recogerte a la central?

Él sonrió bondadoso:
—No quería darte molestias, hija. Solo traje unas cositas del rancho, para que no olviden el sabor de casa.

 

María se conmovió hasta las lágrimas. Pero Javier reaccionó distinto. Estaba en la sala mirando su celular; al ver entrar a don Pedro con la ropa gastada y las sandalias viejas, frunció el ceño, lo saludó fríamente y se dio la vuelta.

Durante la comida, don Pedro intentó conversar con su yerno:
—Javier, ¿cómo va el trabajo? ¿Te está yendo muy pesado?

 

 

Javier tomó carne rápidamente y respondió seco:
—Lo normal.

El ambiente se volvió tenso. Don Pedro, aun así, sonrió y habló de las cosechas y de la vida en el pueblo. Javier apenas lo escuchaba, asintiendo de vez en cuando. Dentro de sí, pensaba con fastidio: “Un campesino sin dinero, ¿qué puede tener de interesante? ¿Qué sabrá él de la vida moderna?”

María, viendo la frialdad de su esposo, sufría en silencio.

Por la tarde, Javier tenía una cita importante con el director de una gran empresa, alguien con quien buscaba asociarse para salvar su negocio en crisis. Se alistó apresurado, dejando a su suegro solo en el patio.

 

 

Poco después sonó el timbre. Un coche de lujo se detuvo frente a la casa. De él bajó un hombre de mediana edad, elegante, con un traje impecable. Javier corrió a recibirlo con una sonrisa servil:
—¡Director! Bienvenido, por favor, pase a la casa.

Pero cuando el hombre entró, Javier quedó paralizado. El visitante se dirigió directamente hacia don Pedro, que estaba sentado en silencio, y le habló con todo respeto:
—Buenas tardes, don Pedro. Soy Alejandro Ramírez, director de la empresa ABC, y vine según lo acordado con usted.

Javier se quedó boquiabierto. El “director” con el que había soñado asociarse trataba a su suegro campesino con total deferencia.

 

 

Don Pedro sonrió y explicó con calma:
—No quise presumir, pero desde hace años invertí mis ahorros junto con unos conocidos en levantar esta empresa. Alejandro es el director general. Esta vez vine no solo a visitar a mi hija, también a hablar de abrir una nueva sucursal en la ciudad. Pensaba presentarte con él, a ver si podían colaborar…

El cuerpo de Javier se derrumbó por dentro. Recordó su indiferencia, las respuestas cortantes que había dado, el desprecio en sus ojos. Solo le quedó un profundo arrepentimiento. Balbuceó:
—Perdón, don Pedro… yo no sabía…

 

 

El suegro suspiró y dijo despacio:
—No necesito que me respetes por dinero. Solo quiero que quieras a mi hija y valores la familia. Pero hoy vi claramente lo que pesa más en tu corazón.

 

 

Se levantó, tomó su viejo morral y se dispuso a marcharse. María rompió en llanto y trató de detener a su padre. Javier, en cambio, se quedó pálido, lamentándose. La oportunidad dorada se le había escapado de las manos por culpa de su orgullo y su desprecio.

Esa noche, la casa quedó en silencio. Javier, abatido, comprendió que la verdadera riqueza no estaba en un traje elegante, ni en una cartera llena, ni en un coche lujoso, sino en la bondad y la dignidad de las personas. Y entendió que lo que había perdido no era solo una oportunidad de negocios, sino también la confianza de su esposa y el respeto de su suegro: el campesino humilde que en realidad era socio mayoritario de la empresa con la que tanto había soñado trabajar.

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